lunes, 21 de septiembre de 2009

ACOMPAÑAMIENTO A LOS ANCIANOS DEPENDIENTES



“Ningún lazo une tan estrechamente dos corazones humanos
como la compañía en el dolor”.
(Southey)




“¿Qué razones tengo yo para esperar? Me lo diga usted. Usted que me conoce, dígame qué puedo esperar yo todavía. Pero sinceramente; no me tome el pelo como todos los demás que no saben decir más que: "Ya veráColor del textos que las cosas irán mejor". ¿Qué significa "mejor" para mí? Tengo la cabeza que... Nadie puede imaginar cómo tengo la cabeza... No puedo ni estar sentado, ni leer. Ya no me queda nada. No me queda nada. Y aún así tengo que esperar. Así lo quieren. Además de estar desesperado, tengo que disimular que no lo estoy. Dígame qué hago yo con este mal. ¡A veces ya no puedo más! Tengo miedo, pero deseo morir de una vez. Dígame usted ¿qué tengo que hacer, qué tengo que esperar? (1)


Así se expresaba una persona al agente cuidador. En sus palabras percibimos la interpelación a un acompañamiento a las personas que sufren basado en la autenticidad y que pueda ser calificado de competente desde el punto de vista relacional, emocional y ético.

En efecto, parece que estamos asistiendo a un progresivo interés por el cuidado a los mayores en los últimos años, quizás, entre otros motivos, porque el progreso tecnológico y su aplicación a la medicina hace que la esperanza de vida aumente, con lo que aumenta también la posibilidad de convivir con patologías asociadas a la edad avanzada.

Piénsese por ejemplo en las estimaciones hechas en torno a la evolución de la enfermedad de Alzheimer que lanza numerosos y delicados retos a todas las profesiones sanitarias y socio-sanitarias, así como al acompañamiento espiritual y pastoral. El Parlamento Europeo lamentaba recientemente que en la Unión no hubieran dedicado suficientes esfuerzos a combatir esta enfermedad y arbitró medidas específicas contra la misma. En la sesión del 10 de marzo de 1998 se lanzaban cifras como éstas: unos 8 millones de personas se verán afectadas por el Alzheimer de aquí al año 2000.[2]

En los últimos años, por otra parte, percibimos también una creciente sensibilidad en los programas de la Administración y en las convocatorias de ayudas, que contemplan una particular preferencia ante los “programas dirigidos a personas dependientes especialmente enfermos de Alzheimer y otras demencias”[3].

Quienes desde instituciones de Iglesia y organizaciones no gubernamentales, así como desde la Administración pública (particularmente desde el IMSERSO) nos interesamos por los cuidados los mayores dependientes o semidependientes, especialmente aquellos que padecen enfermedades y deterioros físicos y cognitivos que merman sus capacidades, estamos realmente empeñados en diseñar programas y definir criterios que humanicen las relaciones con los mayores y que puedan ser calificados de modelos de intervención holísticos, en los que sean consideradas todas las dimensiones de la persona, desde la física a la intelectual, a la emotiva, a la social y a la espiritual y religiosa.

Dentro de la Iglesia, diferentes iniciativas en el ámbito de la reflexión nos hacen pensar también en que estamos asistiendo a un momento de particular atención al mundo de la ancianidad que va más allá del significado de la declaración del año 1999 como año de los mayores por parte de la ONU. Citemos por ejemplo la dedicación al tema “La Iglesia y la persona anciana” del Congreso anual promovido por el Pontificio Consejo para la Pastoral de a Salud del Vaticano en 1998, o al documento “La dignidad del anciano y su misión en la Iglesia y en el mundo” emanado a finales del 1998 del Pontificio Consejo para los laicos.

Y no olvidemos el difundirse de las sociedades de Cuidados Paliativos y la creación de Unidades especiales en Centros sanitarios y socio-sanitarios, donde la mayoría de los usuarios son personas mayores y donde avanza la reflexión sobre los cuidados paliativos en geriatría. En estos espacios de asistencia, de reflexión y de generación de cultura, se está dando también una creciente importancia al valor terapéutico de la comunicación y de la interacción en los procesos de salud-enfermedad-muerte. Quizás sea progresiva la conciencia de que el desarrollo de la medicina y de las competencias científico-técnicas no son suficientes para ofrecer calidad en los servicios sanitarios y añadir valor salud a las personas que hacen uso de dichos servicios. El fenómeno del envejecimiento no se ha reducido a un mero objeto de asistencia, sino, más bien se ha convertido, en objeto de estudio de numerosas ciencias y disciplinas.[4]

Este creciente interés por ambos temas (los mayores y la enfermedad y la dependencia) nos lleva ahora a ponerlos en relación para indicar algunos criterios para un sano acompañamiento a la persona mayor en situación de dependencia o enfermedad. Somos conscientes de que ancianidad y enfermedad o muerte no necesariamente se reclaman, o al menos hasta caer en el error de considerar la vejez como una enfermedad, pero nuestro interés se centra ahora específicamente en aquellos mayores en que efectivamente se encuentran en situación de enfermedad, de dependencia y de proximidad a la muerte. La experiencia de tal situación es particular y los retos son específicos. Estamos en el momento de “dejarse querer”, “dejarse cuidar”. Y “hay personas para quienes recibir y no estar en condiciones de retribuir es una lección muy dura de aprender”[5], haciendo que la dependencia sea vivida como un fantasma terrorífico.

JOSÉ CARLOS BERMEJO

[1] Son las palabras de un enfermo citadas por: G. Colombero, La enfermedad, tiempo para la valentía, (Santafé de Bogotá 1993) 42.
[2] Datos del comunicado de prensa (de la noche) del martes 10 de marzo de 1998.
[3] BOE viernes 12 de febrero 1999.
[4] Cf. A. AUER, Envejecer bien. Un estudio ético-teológico (Barcelona 1997) 244.
[5] F. ALVAREZ, Salud y ancianidad en la vida religiosa ¿Ocaso o plenitud? (Vitoria 1998) 19.

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